¿Hasta dónde somos capaces de reconocernos como nación y sentirnos parte de una República, más allá de compartir un festejo en el que nos excedemos? Este año se conmemoran dos episodios de sangre que, a la distancia, se antojan ajenos. Una simple efeméride. El siguiente texto de Florescano rescata el valor de estos episodios en la construcción de un Estado Nación que fue asesinado por el neoliberalismo.
DEBER DE MEMORIA
(Extractos)
31/12/2009
(Extractos)
31/12/2009
Enrique Florescano
Durante siglos los historiadores vieron en la memoria el rincón privilegiado donde se almacenaban los recuerdos de los antepasados y el medio eficaz para mantenerlos vivos en el presente y transmitirlos a la posteridad. A la inquisición de los historiadores se ha sumado la de los filósofos, quienes continuaron esas reflexiones y agregaron un tema nuevo: el sentido ético y moral que, según su apreciación, va adherido a la memoria. Así, Paul Ricoeur, al reflexionar sobre la disposición del conocimiento histórico para vincularse con seres y acontecimientos distintos a los propios, descubre en esa inclinación un sentido de justicia. “El deber de memoria —dice— es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro, distinto de sí.” Puesto que “debemos a los que nos precedieron una parte de lo que somos”, concluye que el “deber de memoria no se limita a guardar la huella material, escrituraria u otra, de los hechos pasados, sino que cultiva el sentimiento de estar obligados respecto a estos otros […] que ya no están pero que estuvieron. Pagar la deuda, diremos, pero también someter la herencia a inventario”.
Las fechas 1810, 1910 y 2010, antes que urgirnos a celebrar, imponen la obligación moral de recordar verazmente lo que los mexicanos obraron en esos 200 años de historia transcurrida. El imperativo moral de recordar los acontecimientos que forjaron el presente que hoy vivimos se acrecienta porque ambas efemérides se refieren a los procesos que fundaron la entidad que recibió el nombre de República mexicana, y al proyecto de Estado-nación que surgió en 1910 y se plasmó en la Constitución de 1917. Se trata, nada menos, de los movimientos fundadores del Estado moderno y del proyecto colectivo de nación que hoy, aun cuando los vemos tambalearse, son los pilares que sostienen la casa grande que habitamos.
República y nación son proyectos sustentados en el principio moral de vivir unidos respetando el derecho de los otros con el fin de edificar un conjunto social que mejore las condiciones de vida de todos. Bajo distintas circunstancias éstos fueron los principios que animaron a nuestros antepasados a construir una República independiente y un Estado nacional dedicado a promover el bienestar de los mexicanos con independencia de sus orígenes, su condición étnica, económica o cultural, o sus preferencias religiosas o políticas.
A un año de conmemorar efemérides de tal trascendencia simbólica y política, el panorama actual aparece nublado. A nivel nacional, el nombramiento de cuatro personas que tuvieron en breve tiempo el cargo de organizar los festejos se ha traducido en la ausencia de un programa sustantivo, apoyado conjuntamente por los gobiernos estatales, municipales, secretarías de Estado, organismos federales, Congreso de la Unión, etcétera. A pesar de que tanto el movimiento de Independencia como la Revolución de 1910 tuvieron orígenes regionales y culminaron en pactos que fortalecieron el federalismo y la integración de la República, los festejos del Bicentenario aparecen confinados al ámbito capitalino y al discurso mediático, como vimos en las ceremonias del pasado 15 y 16 de septiembre.
Debemos a algunos de los representantes de los partidos políticos la incontinencia de producir mayor confusión y desencanto en las conmemoraciones centenarias. Algunos de ellos hicieron público su extravío al preguntar “¿Qué celebramos?”, o cuando llanamente afirmaron que “no tenemos nada que celebrar en 2010”. Estas declaraciones confirmaron el temor de los historiadores a los juicios anacrónicos y fuera de contexto que suelen prodigarse en las efemérides del calendario nacional. Al recordar la manipulación recurrente que hace el gobierno en turno de las efemérides, los símbolos y los héroes nacionales, los historiadores expresaron su rechazo al “ ‘presentismo’, el anacronismo y la descontextualización (tres formas distintas para aludir a la subordinación del pasado a los valores, los intereses y los objetivos del presente)”. Ante los fallos e irresoluciones de la convocatoria oficial, y frente a la actitud de los partidos, no resulta extraño que los historiadores afirmen su decisión de mantener “nuestro oficio” a “un lado del foro y del circo conmemorativo”.
Durante siglos los historiadores vieron en la memoria el rincón privilegiado donde se almacenaban los recuerdos de los antepasados y el medio eficaz para mantenerlos vivos en el presente y transmitirlos a la posteridad. A la inquisición de los historiadores se ha sumado la de los filósofos, quienes continuaron esas reflexiones y agregaron un tema nuevo: el sentido ético y moral que, según su apreciación, va adherido a la memoria. Así, Paul Ricoeur, al reflexionar sobre la disposición del conocimiento histórico para vincularse con seres y acontecimientos distintos a los propios, descubre en esa inclinación un sentido de justicia. “El deber de memoria —dice— es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo, a otro, distinto de sí.” Puesto que “debemos a los que nos precedieron una parte de lo que somos”, concluye que el “deber de memoria no se limita a guardar la huella material, escrituraria u otra, de los hechos pasados, sino que cultiva el sentimiento de estar obligados respecto a estos otros […] que ya no están pero que estuvieron. Pagar la deuda, diremos, pero también someter la herencia a inventario”.
Las fechas 1810, 1910 y 2010, antes que urgirnos a celebrar, imponen la obligación moral de recordar verazmente lo que los mexicanos obraron en esos 200 años de historia transcurrida. El imperativo moral de recordar los acontecimientos que forjaron el presente que hoy vivimos se acrecienta porque ambas efemérides se refieren a los procesos que fundaron la entidad que recibió el nombre de República mexicana, y al proyecto de Estado-nación que surgió en 1910 y se plasmó en la Constitución de 1917. Se trata, nada menos, de los movimientos fundadores del Estado moderno y del proyecto colectivo de nación que hoy, aun cuando los vemos tambalearse, son los pilares que sostienen la casa grande que habitamos.
República y nación son proyectos sustentados en el principio moral de vivir unidos respetando el derecho de los otros con el fin de edificar un conjunto social que mejore las condiciones de vida de todos. Bajo distintas circunstancias éstos fueron los principios que animaron a nuestros antepasados a construir una República independiente y un Estado nacional dedicado a promover el bienestar de los mexicanos con independencia de sus orígenes, su condición étnica, económica o cultural, o sus preferencias religiosas o políticas.
A un año de conmemorar efemérides de tal trascendencia simbólica y política, el panorama actual aparece nublado. A nivel nacional, el nombramiento de cuatro personas que tuvieron en breve tiempo el cargo de organizar los festejos se ha traducido en la ausencia de un programa sustantivo, apoyado conjuntamente por los gobiernos estatales, municipales, secretarías de Estado, organismos federales, Congreso de la Unión, etcétera. A pesar de que tanto el movimiento de Independencia como la Revolución de 1910 tuvieron orígenes regionales y culminaron en pactos que fortalecieron el federalismo y la integración de la República, los festejos del Bicentenario aparecen confinados al ámbito capitalino y al discurso mediático, como vimos en las ceremonias del pasado 15 y 16 de septiembre.
Debemos a algunos de los representantes de los partidos políticos la incontinencia de producir mayor confusión y desencanto en las conmemoraciones centenarias. Algunos de ellos hicieron público su extravío al preguntar “¿Qué celebramos?”, o cuando llanamente afirmaron que “no tenemos nada que celebrar en 2010”. Estas declaraciones confirmaron el temor de los historiadores a los juicios anacrónicos y fuera de contexto que suelen prodigarse en las efemérides del calendario nacional. Al recordar la manipulación recurrente que hace el gobierno en turno de las efemérides, los símbolos y los héroes nacionales, los historiadores expresaron su rechazo al “ ‘presentismo’, el anacronismo y la descontextualización (tres formas distintas para aludir a la subordinación del pasado a los valores, los intereses y los objetivos del presente)”. Ante los fallos e irresoluciones de la convocatoria oficial, y frente a la actitud de los partidos, no resulta extraño que los historiadores afirmen su decisión de mantener “nuestro oficio” a “un lado del foro y del circo conmemorativo”.
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